En reconocimiento del Día de los Muertos, les brindo una columna que escribí el 2 de noviembre del 2004. La columna fue publicada en inglés en el ֱ. Aunque 13 años han pasado, las palabras y sentimientos permanecen para todos nosotros recordando a nuestros queridos antepasados.
Mis abuelos se sorprendieron cuando llegamos con regalos. Mis tres hijas y yo no las habíamos visitado en un tiempo vergonzosamente largo.
Aun así, mis abuelos estaban contentos de vernos.
“Miguel, Netito y las niñas están aquí”, dijo mi abuela materna, Carmela Macias Bustamante, alzando la vista de su eterno juego de solitario. “Qué lindas son”.
“Sí, son encantadoras, lo que significa que tendrás muchos problemas”, me dijo mi abuelo, Miguel Bustamante Navarro. Estaba sentado, como de costumbre, en su sillón reclinable, viendo un torneo de golf en la televisión.
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“No comiences, Miguel. Él va a estar bien. Recuerda que tú también tuviste tres hijas, y sobreviviste”, dijo mi tía abuela, Reneé Macias Ortega, la hermana menor de mi abuela.
“Si, Reneé, pero el pelo se me puso blanco, y luego se me cayó”, le dijo a mi tía.
A ella y a mi abuelo les encanta atacarse uno al otro.
Visitamos a mis abuelos y a otros parientes fallecidos en el cementerio Holy Hope por North Oracle Road el domingo por la tarde. Fuimos dos días antes para evitar las carreras por el Día de los Muertos.
Los tucsonenses visitarán a sus familiares fallecidos para el Día de los Muertos, una tradición mexicana con fuertes raíces indígenas. La gente traerá comida, dulces, música y felicidad para honrar a los muertos.
Nosotros llevamos girasoles teñidos de naranja, chocolates en forma de corazón, cacahuetes tostados y whisky para mi abuelito. Las dos niñas más chicas tocaron el violín.
Mis abuelos y mi tía estaban llenos de alegría. Hablamos sobre las niñas, sus estudios, sus clases de música y la familia. Hasta de deportes.
“¿Qué tal los Dodgers?”, le pregunté a mi tía.
“Sin sorpresas. Se ahogaron de nuevo”, dijo. Ella vivió muchos años en el sur de California y se enamoró del equipo de beisbol de Los Ángeles, que este año volvió a fallar en su intento de llegar a la Serie Mundial.
“Olvida el beisbol. Quiero saber cuándo se abrirá El Río”, dijo mi abuelo. Durante años jugó en el campo de golf en el Barrio Sovaco, en el oeste de la ciudad. Está en renovación. Los caddies veteranos conocen a mi abuelito por su pésimo juego y por ser codo con las propinas.
“Volverá a abrir pronto”, le aseguré.
“Bien, entonces puede dejarnos a Carmela y a mí sola”, dijo mi tía.
Era hora de irse. Yo quería visitar a mis abuelos paternos
“No esperes otro año para volver a venir. Te queremos”, dijo la abuela Carmela.
Les dijimos que nosotros también los amamos. Y los extrañamos, susurré.
Visitar a los muertos no ha sido una tradición familiar para nosotros. Pero a medida que las niñas se convierten en mujeres jóvenes, espero que esta nueva tradición se quede.
“Hemos estado esperándote a ti y a las niñas”, dijo mi otra abuela, Josefa Villalobos Portillo.
Está enterrada encima de mi abuelo, Erasmo Portillo Jurado, y flanqueada por mi tío Primitivo Portillo Villalobos y mi tía Guadalupe Portillo Terrazas, los hermanos mayores de mi padre.
Les llevamos los mismos regalos. Pero para mi abuelita Pepa llevamos vino tinto.
“No es el tipo de vino que usualmente bebes”, me disculpé con ella.
Mi abuela prefería a Mogen David, un vino tinto kosher dulce. Ella siempre tenía una botella en la mesa de la cocina en su departamento de Menlo Park.
Las niñas tocaron el violín. Les contamos historias.
Mi tía Lupe adoraba a las niñas, como a todos sus nietos, sobrinas y sobrinos.
Las niñas estaban felices de haber visitado a parientes que no conocían.
Mis familiares también estuvieron contentos. Habían cobrado vida por una tarde.
Ernesto “Neto” Portillo Jr. es editor de La Estrella de Tucsón. Contáctalo en netopjr@tucson.com o al 573-4187.